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Participación ciudadana y gobierno democrático en la Ciudad de México

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lucía Álvarez Enríquez[1]

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El ejercicio de la gobernanza y de la construcción del gobierno democrático es una tarea que constituye un enorme desafío para cualquier gobierno de una gran ciudad, lo cual  reclama, en primer lugar, un ejercicio de “buen gobierno”, legitimado, eficiente en sus funciones políticas y en la administración urbana, honesto y transparente en el manejo de los recursos y socialmente responsable ante el bienestar y la calidad de vida de los ciudadanos. En las actuales circunstancias, los grandes problemas urbanos no pueden resolverse sólo de manera unilateral y centralizada; el grado de complejidad de la vida urbana, y más aún de una ciudad capital, requiere del concurso de los diversos actores involucrados en los procesos locales, y de la propia ciudadanía, para la regulación de la vida social. De aquí que la legitimidad de un gobierno democrático y la eficacia de sus funciones dependan hoy en buena medida de su capacidad de concertación con los distintos grupos de la sociedad, y de su capacidad también para garantizar a éstos sus derechos ciudadanos.

 

En esta perspectiva, las posibilidades de la gobernanza pasan por reformular y democratizar también la relación entre el gobierno y la sociedad, y propiciar medidas tendientes a instrumentar: a) mecanismos abiertos de relación con los distintos sectores de la sociedad, b) mecanismos innovadores para la gestión de las demandas sociales, c) política de inclusión e interlocución con los actores sociales y d) diseño y promoción de distintas formas de representación (Lechner, 1995). Es aquí donde la política de participación ciudadana adquiere una función de primer orden.

 

Como componente sustantivo de la construcción democrática, la participación ciudadana se despliega en la intermediación de la relación Estado – sociedad y tiene como sustento la búsqueda de intervención de los individuos o de los grupos de la sociedad en las actividades públicas y en los procesos decisorios de la comunidad, en representación de sus intereses particulares (Cunill;1999). Remite así a esa acción participativa en la que los individuos y los actores sociales toman parte en los asuntos públicos ya sea a través de la convocatoria estatal y de la participación en los espacios institucionales, o mediante el desarrollo de una política que emana de la sociedad civil, generando mecanismos de interlocución e intervención, así como  espacios de intermediación con las instancias del sistema político.

 

Desde el punto de vista del gobierno democrático se trata de la construcción de espacios y mecanismos de articulación entre las instituciones políticas y los diversos actores sociales, mediante la creación de instrumentos y procedimientos puestos a disposición de los ciudadanos y grupos de la sociedad para facilitar su intervención en los asuntos públicos. Esto debe traducirse en la creación de una nueva institucionalidad orientada a convertir a la gestión pública en un espacio más permeable a las demandas que emergen de la sociedad, y a retirar de este modo al Estado el monopolio exclusivo de la definición de la agenda social (Cunill,1999).    

 

La política de participación ciudadana tiene sentido en función de generar las condiciones para que la participación de los individuos en la vida política local no quede circunscrita a la emisión del voto, y al ámbito de una democracia representativa, que aún siendo imprescindible, no parece resultar hoy suficiente para la expresión de la amplia pluralidad de la sociedad capitalina, y concentra el poder de decisión en funcionarios públicos y representantes partidarios. Se trata tender vínculos entre representantes y representados, entre el aparato de gobierno y los ciudadanos para que éstos puedan involucrarse en distintos grados y momentos del ejercicio de gobierno, y contribuir a la eficacia de la gestión pública.

 

Pero también la participación ciudadana tiene una misión sustantiva en lo que compete a la construcción de ciudadanía, y esto ocurre al menos en tres dimensiones. En primer lugar, en la extensión del derecho a participar en la toma de decisiones, de la emisión  del voto al involucramiento de los individuos en ámbitos específicos del quehacer político y gubernamental. En segundo lugar, en la posibilidad de trascender el ejercicio de los derechos políticos, como requisito mínimo de la condición ciudadana, y propiciar, a través de la injerencia en los procesos decisorios, la promoción y vigencia de otros derechos: cívicos, económicos, sociales y culturales, mediante la intervención de los ciudadanos en la formulación de dispositivos legales y políticas que hagan efectivos estos derechos. Finalmente, este tipo de participación, demanda la constitución de individuos y sujetos autónomos y corresponsables con la vida pública, que tengan, sí, la capacidad de demandar acciones, reformular políticas y configurar propuestas, pero que estén también dispuestos a aceptar responsabilidades y a hacerse cargo de las exigencias que conlleva la regulación de vida pública. Esto remite directamente al tema de las obligaciones y los compromisos sociales, que son también componentes clave de la condición ciudadana.

 

Frente a la participación convocada por el Estado se despliegan un conjunto de modalidades no institucionalizadas, que en contextos diversos emanan de grupos disímiles de la sociedad civil, y tienen también una misión estratégica en la creación de las intermediaciones políticas y sociales, siendo en muchos casos, la punta de lanza para la apertura de nueva institucionalidad, nueva normatividad y nuevas pautas de la relación gobierno/sociedad.

 

La participación no institucionalizada, que emana desde la sociedad civil, se ha erigido también en gran medida como contraparte crítica de las prácticas institucionalizadas, y en muchos casos en abierta confrontación con estas, dando lugar a un debate importante acerca de la vía correcta o conveniente para contribuir a la construcción de un proyecto democrático (Dagnino, 2004). Ante los argumentos de normalización y continuidad de las prácticas participativas, y de garantizar la exigibilidad de derechos y la justiciabilidad de las demandas por vías formalizadas y normadas, la falta de autonomía y la alineación al proyecto hegemónico neoliberal se esgrimen como ejes de una argumentación que pone en entredicho las bondades de la institucionalización y alerta contra posibles perversiones de las prácticas democratizadoras y las búsquedas de inclusión de la acción colectiva.

 

En este sentido, la participación ciudadana que emana desde la sociedad civil representa en muchos casos un contrapeso a las prácticas institucionalizadas, al poner en entredicho la integración a las lógicas sistémicas, abriendo nuevos canales de comunicación y de intervención que con frecuencia resultan más exitosos y afirmativos. La defensa de la autonomía social, contrarresta la creación de nuevas élites de poder participativo con acceso privilegiado a la toma de decisiones, revitaliza los poderes ciudadanos y genera también una resistencia frente a las formas de cooptación (Fung y Wrigth, 2003).  

 

Las prácticas de participación ciudadana se identifican así con la existencia de un gobierno democrático, que reconoce en la participación, en primera instancia, un derecho ciudadano, y el principio rector de la democratización; es también por ello una vía para la legitimación de sus funciones y la eficacia de sus acciones; y desde esa convicción asume la responsabilidad de generar condiciones para hacerla efectiva. En esta perspectiva, además del diseño de espacios e instrumentos para la participación, se requiere de una normatividad que los reconozca y reglamente, así como del diseño de una política expresa de participación ciudadana, abierta e incluyente a actores sociales y ciudadanos; finalmente, se requiere también de políticas públicas que los hagan efectivos estos derechos. A esto se suma la voluntad política de los gobernantes, que constituye un factor de primer orden, sin el cual, el resto de las condiciones pueden quedar en letra muerta.  

 

En este marco, es indispensable poner de relieve el papel que reviste el tema de la Participación Ciudadana en el actual proceso de Reforma Política en el que se inscribe nuestra ciudad capital. Esto alude al menos a dos dimensiones: 1. la profundización y reformulación de la política de PC vigente en la entidad desde 1997 (con sus sucesivas modificaciones), lo que supone: revisión y actualización del diseño institucional para la PC, reglamentación de los instrumentos normativos en esta materia, ampliación de las atribuciones de instancias e instrumentos de PC que garanticen la incidencia ciudadana en las políticas públicas (Ley de Participación Ciudadana, entre otras), reconocimiento pleno del derecho a la participación y a la Consulta ciudadana. 2. La participación efectiva de la ciudadanía en el actual proceso de conformación de la Asamblea Constituyente, así como en la redacción de la Constitución que regirá la vida política de nuestra ciudad. Por definición, éste es un proceso en el que deben tomar parte los ciudadanos (vecinos, actores sociales, miembros de la sociedad civil, etc.), y que no debe quedar circunscrito a la clase política: funcionarios gubernamentales, legisladores y miembros de los partidos políticos.

 

[1] Investigadora Titular del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, de la UNAM; y miembro de la Red Mexicana de Investigadores sobre Sociedad Civil, REMISOC.

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