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Arquitectura institucional y
Constitución de la Ciudad De México
 

 

 

 

 

Pedro Javier González Gutiérrez

 

 

Desde hace al menos dos décadas una amplia gama de actores ciudadanos, académicos y políticos han debatido, elaborado propuestas y promovido una reforma política de gran calado que permitiera a la capital del país tener una Constitución propia que, por un lado, otorgue al gobierno capitalino grados de autonomía y facultades decisorias semejantes a los del resto de las entidades federativas y que, por otro lado, le reconozca a los habitantes de la Ciudad de México los mismos derechos políticos de que disfruta el resto de los ciudadanos mexicanos.

 

La capital ha estado inscrita en un largo proceso de transformación de un ente administrativo de la federación a una entidad con personalidad jurídica y autonomía política. Iniciado con la conformación de un órgano legislativo propio y continuado con la elección directa del Jefe de Gobierno y los jefes delegacionales, el proceso ha desembocado en la aprobación de una reforma política que, a grandes rasgos, delinea una nueva arquitectura institucional que, más allá de sus aciertos conceptuales, sólo tendrá sentido en la medida que garantice una gobernanza eficaz y, por tanto, amplíe la capacidad de respuesta de las autoridades a las demandas ciudadanas.

 

En sus aspectos esenciales, la reforma política del Distrito Federal aborda la cuestión de la arquitectura institucional de la capital. Las reglas de la distribución del poder, la definición de espacios de autonomía y el juego de pesos y contrapesos son el objeto primordial del esfuerzo reformista. De entrada, la Ciudad de México, nuevo nombre oficial, se convierte en una entidad de la federación encabezada por el Jefe de Gobierno, a quien se le otorgan mayores facultades, tales como el nombramiento de los titulares de Seguridad Pública y de la Procuraduría. La entidad tendrá autonomía presupuestal (el presupuesto ya no sería aprobado por el Congreso de la Unión sino por el Congreso local), podrá contratar deuda y será parte del Sistema de Coordinación Fiscal, amén de que contará con un bono de capitalidad en virtud de los costos que para la ciudad implica la provisión de servicios para la operación de los poderes federales. Por su parte, la actual Asamblea Legislativa se convertirá en Congreso con facultades para presentar iniciativas y formará parte del Constituyente Permanente.

 

Las delegaciones se convertirán en alcaldías; contarán con concejales que serán electos mediante voto directo y que actuarán como contrapeso al poder de los alcaldes. Sin embargo, este cuerpo de concejales no será el equivalente a un cabildo ni las alcaldías se equiparán a los municipios, pues sus facultades tendrán menor alcance, al tiempo que carecerán de autonomía financiera y patrimonio propio.

 

Para muchos críticos, era vital conferir personalidad jurídica y patrimonio propio a las delegaciones para que, en su calidad de entidad más próxima a las demandas de la ciudadanía, contasen con los elementos necesarios para la prestación de servicios públicos y asumiesen las responsabilidades (rendición de cuentas) que sus facultades ampliadas implicarían. Sin embargo, vale la pena señalar que si bien desde un punto de vista conceptual el modelo adoptado es centralista, el meollo del asunto es de índole práctica. Ante todo, a lo que debe responderse es qué instancia de gobierno es la adecuada para cumplir las distintas funciones y proveer los servicios, pues debe reconocerse que, para una unidad económica, social y política tan compleja como la Ciudad de México, el modelo municipal no es necesariamente el idóneo. Hay, desde luego, una gran variedad de servicios y funciones de autoridad cuya correcta ejecución demanda autonomía y capacidad de respuesta de las instancias más próximas a la población (las alcaldías), pero, en paralelo, hay funciones y servicios cuya eficacia demanda grados mayores de centralización (y aun de una perspectiva metropolitana), tal es el caso de la seguridad pública, la política ambiental y la movilidad.

 

Ciertamente, han abundado las críticas en el sentido de que la reforma política del Distrito Federal no da respuesta a las demandas concretas de los habitantes de la capital. Y, en efecto, la reforma constitucional aprobada por el Constituyente Permanente no da respuesta puntual a los problemas de la movilidad, la inseguridad o la corrupción en los trámites. Con todo, se debe subrayar que sí es un primer y crucial paso que abre la puerta para la elaboración de una Constitución en la que se especifiquen las características que habrá de tener la arquitectura institucional de la Ciudad de México y, por tanto, los mecanismos con los que eventualmente la capital refuerce su capacidad de gobierno y su capacidad para atender las preocupaciones concretas de sus más de 8 millones de habitantes.

 

Así, por ejemplo, será en el texto de la Constitución donde se deberá precisar el modo en que se concilie el carácter de la Ciudad de México como sede de los Poderes de la Unión y como entidad federativa; de igual manera, se deberá delinear un esquema de distribución de competencias para transitar a un modelo funcional de relación entre autoridades locales con amplias facultades y el gobierno federal. No menos importante será definir un modelo de gobernanza que dé lugar a una relación fluida entre las alcaldías y la Jefatura de Gobierno, así como formas efectivas de rendición de cuentas y participación ciudadana.

 

Desde luego, no hay garantías de que el proceso de elaboración de la nueva Constitución no quede atrapado por las disputas y los intereses partidarios ni de que responda eficazmente a las expectativas ciudadanas. Lo que sí cabe esperar es que la Ciudad de México cuente con un mayor grado de autonomía para enfrentar sus retos y que la nueva arquitectura institucional realmente contribuya a empoderar al ciudadano, a ampliar los cauces de la participación y, sobre todo, a garantizar la rendición de cuentas. En pocas palabras, más allá de la idoneidad conceptual de la nueva arquitectura institucional, su principal reto será establecer los fundamentos de un buen gobierno y traducirse en mejores servicios públicos, mayor seguridad, justicia expedita y bienestar. Eso es lo que realmente interesa a los ciudadanos y, precisamente por ello, ese deberá ser el criterio guía para el seguimiento y la evaluación del proceso de elaboración de la nueva Constitución de la Ciudad

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